Un bonito cuento de la escritora Cristina Peri Rossi, nacida en Montevideo en el año de 1941, exiliada en 1972 en España.
Una pasión prohibida.
Cristina Peri Rossi.
Una pasión prohibida.
Cristina Peri Rossi.
Lo mandaron a Europa porque estaba
enamorado. El padre (que no entendía de
amores) pensó que las ciudades, los monumentos, los museos y los puentes lo
distraerían. Pero las ciudades siempre tenían una letra, un campanario, una
plaza, un ruido de agua que la evocaban, en los museos halló cada vez un torso
o un perfil similar al suyo, en los puentes la encontraba y la perdía (arco de
Locarno, pila de Avignon), los trenes lo desplazaban solo de una memoria de
vidrios (Rímini) en que se reflejaba, a una memoria de agua (Amstel) donde
volvía a verla. Viajó como en un sueño, los nombres de las ciudades eran
palimpsestos: al repetirlos, al darlos la vuelta, lentamente aparecía el de la
mujer que amaba; Barcelona y Brujas se perdían en la bruma, Siena era ocre como
su pelo y las sirenas de Oslo (de piedra o plomo) inclinaban la cintura de la
misma manera. Años después diría que viajó dormido. Vislumbrarla al fondo de
una vistrina en una galería de la melancólica Berlín (el guía los conducía
implacablemente a todas las exposiciones) y al día siguiente, descubrirla en
una cafetería de Viena tenía la oscura lógica de los sueños, cuyas raras
certezas son indiscutibles. En Milán, lo contrataron en un equipo de Basket
juvenil a punto de emprender una gira. Sus quince años y el metro ochenta lo
favorecían, pero aceptó porque había comprendido que la finalidad del viaje era
inútil y quiso recompensar el sacrificio de su padre con dinero, ya que no
podía con olvido.
Peloteó
con desgano y cuando encestaba, tenía la sensación de que el balón no volvía al
suelo: seguramente el impulso que le daba, al elevarlo, lo trasladaba a esa
zona de sueño donde flotaba, él, enamorado con fatalidad de una mujer que lo
doblaba en edad, y donde flotaban, también, las ciudades que veía sucederse a
través de los trenes y de los ríos como telones de cartón. Fuentes, monumentos,
acueductos, castillos, lenguas diversas: los repetía como palabras de una
letanía irreal, y conservaba, en su interior, celosamente guardado, un solo
paisaje, un solo sentimiento.
El
padre se alegró de que el hijo viajara en gira con el equipo de Milán, pero las
lacónicas postales que recibió de Francia y de España le hicieron mantener la
caultela. El peloteaba y encestaba mecánicamente, dichoso de poder realizar
algunas tareas (respirar, rebotar y pasearse) como un autómata. Fue entonces
cuando aprendió que se puede vivir semidormido, sin que nadie aprecie la
diferencia, La perfecta realización de los actos cotidianos, cumplidos con
prolijidad, le permitía conservar intacto el espacio interior donde Venecia,
Atenas y Nantes eran una sola vitrina de espejos reflejados que le mostraban el
perfil de la mujer amada en distintas armonías, como una cadencia repetida en
las escalas diferentes. Cumplía las etapas del viaje sin ansiedad, ahora que
perfectamente desdoblado, el itinerario ambulante no modificaba su geografía
interior. La rue des Voges, con sus comercios de relojería, era un pasaje donde
caminaron a la salida del liceo, y en que ella, por primera vez, le habló de
Pierre Reverdy. (Él registró el nombre, torpe, ignorante, desconsolado por sus
quince años, por su altura, por haber venido del campo a la ciudad sin más
pasaporte que su inocencia.) Y la cala mediterránea donde por primera vez comió
cangrejos en su salsa (dato que consignó en la postal a su padre: la precisión
en los detalles externos era un magnífico resguardo para la intimidad) se
convertía, en un instante, en la playa atlántica donde por primera vez (y esta
iniciación si tenía importancia) se sumergió con ella.
La
última noche no supo si las vengalas y los fuegos de colores festejaban el
campeonato, el çultimo día del año, una fiesta local o algún éxito político.
(“¿Dónde estamos?”, le preguntó al entrenador, sólo por registrar el espacio en
el área donde aparentemente comía, respiraba y se vestía.
“En Génova”, le respondió el entrenador, y a
él le pareció sorprendente y maravilloso que después de haber recorrido tantos
lugares y de haber mandado una docena de postales estuviera otra vez en el
puesto donde había arribado, soñador y esquivo.) Se embarcaba al día siguiente,
pero este hecho tampoco le provocaba gran excitación: si en realidad no se
había marchado nunca, si nunca había dejado de ver a la mujer que amaba, si
había conversado con ella en el museo del Hombre, en la Galería Rosada, en el
Puente Vecchio, cruzar otra vez el ocñeano en barco era como no cruzarlo,
internado para siempre en un tiempo y en un espacio completamente interiores,
que ningún hecho exterior podía modificar. De todos modos, y en atención a los
demás (en especial para no despertar sospechas), llenó las maletas con
recuerdos del viaje, banderines, torres Eiffel en miniatura, cortapapeles de
Toledo y pañuelos de seda para su madre.
No
sintió ninguna decepción al no verla a la entrada del puerto, entre los coches
apostados y los compañeros de liceo que agitaban un lienzo con letras rojas
donde se leía la palabra bienvenido. Si no había partido, no existía ninguna
razón para que ella lo esperara. Por el mismo motivo, ni él, ni ella, había
intercambiado cartas durante ese período. Buscar una reproducción de un cuadro
de Bacon (ella se lo enseño a mirar, como le hizo leer a Böll y distinguir una
concha marina de otra) y enviársela con una frase como: “La imposible tarea de
afeitarse o de olvidarte en un lavabo, en la Galería Nacional o entre los
platos del Luxemburgo”, le había
parecido una torpeza, un escollo innecesario en sus vidas.
Para
tranquilizar a todo el mundo, sus primeras conversaciones estuvieron llenas de
esos pequeños detalles que revelan la experiencia del viajero y causan la
envidia de quienes todavía no han viajado. Tuvo unas palabras en griego, para
demostrarle a su madre que la estadía en Atenas no había sido en vano. Habló de
la antigua residencia de Adriano, en Roma, de la Catedral de Santiago y de la
belleza de cierto pueblito montañés en un cantó suizo de difícil pronunciación.
Recomendó los platos típicos de cada lugar, alabó la eficacia de las
administraciones europeas y sus gobiernos legítimos. Para sus oyentes varones,
ávidos de detalles picantes, recordó su paseo por los arrabales de Amsterdam y
cierta galería de mujeres desnudas en Hamburgo. El padre empezó a creer que sus
ahorros estuvieron muy bien empleados. Recordó una corrida de toros en Madrid y
la recogida de uva en la campiña francesa, cuando el aire está tan perfumado
que las mariposas y las abejas, ebrias, dijo, se arrojan contra las mejillas. Y
los carriles para bicicletas en Londres, con pálidas muchachas rubias en
pantalones cruzando las avenidas.
Repartió
regalos para todos, demostrando una fina delicadeza en la elección. Y a la
niche se retiró a su cuarto, cansado por el viaje, las largas conversaciones y
los inevitables interrogatorios. Le había prometido a su padre, unas horas
antes, entrenarse como le ofrecieran en uno de los equipos más importantes del
país. Tenía que aprovechar sus condiciones y la experiencia recogida en Europa.
Saltó
por la ventana igual que otras veces, sin temor a romperse el tobillo que le
sería tan útil en el futuro, en los torneos de basket. No reconoció los astros,
ni las luces de la calle, porque en noches enteras de insomnio, de viaje y
desaliento, las pléyades era intercambiables y el dolor de la ausencia era el
mismo bajo las Tres Marías o la Osa Mayor. En cuanto a las esquinas, había
aprendido que su mayor diferencia radica en la forma: las hay en ángulo recto y
las hay redondas. La angustia, en cambio, siempre asume la misma apariencia: un
túnel sin fondo, sin luz, inacabable.
Se
dirigió al bar abierto, el único que encontró. Podía ser un rue de l’Eperon, en
el puente de San Barnabá o un boliche grasiento del Transtevere. Pero el gordo
que lo atendía era el mismo. Gordo, feo, triste y servicial. Amante del basket,
además. Estaba allí como siempre, igual que él. Le pidió una cerveza, por
pedirle algo, y le pagó con un billete de diez mil liras. El gordo miró el
billete sin sorpresa.
-
No sé la cotización – le dijo.
Él extrajo, de una cartera
vieja, atacada por la lluvia de varias ciudades, diez francos suixos, un dólar
y cien pesetas.
-
Papeles viejos –comentó el gordo
- sirven para tapizar la pared
-
Se los regalo – contestó él, depositándolos sobre la mesa -¿Cuándo la
vio por última vez?
El gordo recogió
los billetes desganadamente. Todo el dinero era igual: papeles sucios, con
efigies de reyes, de príncipes que nadie conocía y que se arrugaban como la
fama que alguna vez habían tenido.
-
No sé bien – le dijo – ayer, o quizás hace una semana. ¿Génova?
¿Estuviste en Génova? Creo que tengo parientes por ahí
-
Parma. Cremona. Mantova. Creta. Varese. Ampurias. El golfo de Lorena.
Sé decir te quiero en inglés, en francés, en griego antiguo, en griego moderno,
en alemán, en un dialecto celta, en holandés, en persa, en catalán, en turco y
en polaco. ¿Vino sola?
-
No me fijo, por delicadeza, con quien vienen mis clientes. ¿Las ruinas
de Génova? ¿Viste las ruinas de Génova?
-
- Son las del Peloponeso. En Génova, sólo el cementerio. Puerto,
cementerio, prostíbulos: un orden inquebrantable, siempre el mismo. Puerto,
cementerio, prostíbulos. El amor, la muerte, el viaje: etapas. ¿Vino sola?
¿preguntó por mí?
-
No está mal eso, no está mal: prostíbulos, cementerios, puerto. Los
emigrantes, al llegar, o bien iban a parar al cementerio o al prostíbulo, debía
ser así. No converso con mis clientes, si son mujeres, especialmente. ¿Es
bueno, el vino, en Génova?
-
No tomé vino. Estaba entrenándome. Génova, Siena, Avignon, Bruselas,
San Sebastián, ¿Dejó algún recado para mí?
-
No acepto recados de mis clientes, especialmente si son mujeres. ¿Cómo
se dice “te quiero” en alemán?
-
Ich liebe dich
-
Londres, Zaragoza, Berlín. Me hubiera gustado estar allí
-
No estuve. ¿Dónde podré encontrarla?
-
No lo sé. Te digo que no lo sé. Tu padre estaba contento con el viaje.
Me habló de un laberinto y de una torre. De un torneo de basket y de tus amigos
italianos. ¿Se come bien, en Italia?
-
Salerno, Oslo, Amsterdam. Si viene, dígale que me espere. Que nunca me
fui. Yo la voy a buscar.
Salió a la calle oscura con los
oídos repiqueteando como la pista de basket. Tebotaba en Salónica, encestaba en
Luxemburgo. La noche era oscura en Berlín, rosa y ocre en Madrid, humeda y
silenciosa en Santiago, y él creía oír los gritos de la multitud en Génova. El
balón picaba. “Dai, dai”. Te amo. Como ascendido por un viento, él se elevaba. “Dai,
dai”. En el túnel del Pont Neuf, los asuntos pasaban veloces bajo las luces de
mercurio anaranjadas. “Dai, dai”. Y el balón delicadamente desprendido de sus
manos (como si pulsaran, pesaran otra cosa, algo más dulce, más blanco, más
sedoso que el balón), iba por el aire (“Te amo”), elástico, veloz. Con
seguridad ella preferiría la superficie, los castañazos (“marroniers”, le
murmuró a un transeúnte que le pidió fuego) de la plaze Fustenberg, con sus
bancos de madera (“Je t’aime”, talló con la punta de un cuchillo, para que
ella, al sentarse, pudiera leerlo) y las torneadas patas de dragñon. “Dai,
dai”. El balón, preciso, entraba en la red. La multitud aplaudía el acierto. El
túnel, bajo el Pont Neuf, estaba vacio. Bajo el túnel, ni su padre ni el entrenador
los encontrarían. En un puente de guirnaldas amarillas y puestos de
croque-monsieur donde juntos buscarían la reproducción de un atardecer, visto
por Monet. En un puente, frío como un túnel, en un túnel, oscuro como la noche
en que se extravió, en Offenbach, por haber tomado un autobús equivocado y sólo
saber decir, en alemán:
-
Ich liebe dich.
Me encanta este cuento. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarMe alegro que te guste, a mi también me gustó mucho y quise compartirlo, tanto así que lo pasé del libro al ordenador.
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