Nadie
elige dónde nacer, ni en qué mundo vivir, uno nace y ya. Lo que sí puedes
elegir son las profesiones, las amistades… aunque pensándolo bien, eso tampoco,
porque uno ya está condicionado desde el momento en el que nace. Tener migraña
tampoco es una elección, no, eso más bien es una especie de maldición, o eso
piensan algunos, para qué vamos a engañarnos, la mayoría. La historia que voy a
contarte comienza hace muchos años, no tantos como tiene el mundo desde que es
mundo, ni tantos como la revolución francesa, tampoco muy pocos, quizá rondando
mi edad, que tampoco, seré sincera, te la voy a contar, seré todo lo que
quieras, pero indiscreta con mi edad, ¡eso no!, ¡ni pensarlo! Toda mujer
siempre está preparada para esta monísima, sobre todo si es rubia, a las
morenas les da un poco igual, pero no a todas, no. Yo en un tiempo fui rubia y
que te voy a contar, siempre estaba preparada para estar monísima, lo peor de
todo ello era olvidarme de lo otro. En aquella época comprendí lo importante
que es para una rubia estar monísima, y es qué, para que nos vamos a engañar,
las rubias son monísimas.
Me
llamo Paqui. ¿Te habías preguntado mi nombre? Quizá no. A menudo la gente está
más interesada por la edad de las personas que por el nombre, mira en una
entrevista de trabajo, por eso a mí me gusta ser discreta con la edad, además
aparento muchos menos, pero muchos menos años de los que tengo, que no seas mal
pensada, tampoco tengo tantos. Bueno, mejor me callo.
Reconozco
que en un principio no sabía lo que me pasaba, pensaba yo que era apática,
porque todos me decían que estaba muy apática, qué, aunque me costó distinguir
entre la apatía y la simpatía, un día ya lo diferencié y entonces tuve muy
claro que era apática, tendría unos 15 años. Uy, mejor dejamos a un lado lo de los
años. Era muy joven cuando me di cuenta… bueno, dejemos de hablar del tiempo.
Tenía
yo muchos planes el día que comprendí lo que me pasaba. Era feliz, recuerdo y
hacía muchos años que no me pasaba. Todo ocurrió así: Me levanté muy temprano
para ir a trabajar y en el transcurso del día hice muchas bromas, tomé mucho
café e iba monísima, aunque ya estaba dejando de ser rubia, en aquella época
todavía iba re-monísima. Llevaba un vestido, blanco, mira tú por dónde. Me
sentía tan bien… tanto como una niña pequeña que sólo quiere correr y saltar,
reír… En la tarde cuando salí de trabajar vi a Pablo. Sí, ya sé… Pablo – Paqui
… la típica broma, PA-PÁ.
Llevaba
yo mi vestido blanco tan mono y mi peinado tan mono, las uñas perfectas. Todo
era perfecto. Era el momento ideal. Pablo me dio un beso y los dos cerramos los
ojos, nos besamos. En ese momento a alguien se le cayó el café y salpicó mi
hermoso vestido, que quedó con manchas marrones que supuse que no se irían
jamás. Casi me echo a llorar, pero a Pablo no se le ocurrió otra cosa que hacer
manchas simétricas sobre mi vestido blanco. Mi cara era todo un poema y yo en
lugar de moverme me quedé paralizada como un maniquí frente a una modista que
le arregla el vestido. Ese día comprendí que Pablo tenía una gran habilidad
creando formas simétricas y también comprendí que no quería verlo más. Una vez
terminó de pintar mi vestido con café, que no sé todavía cómo fue aquello. Salí
corriendo, imaginando ser una actriz de cine que salía de escena llorando como
una Magdalena. Entonces me di cuenta de que en la cabeza parecía llevar medio
antifaz, como si en la parte derecha de mi cara llevara un parche y me costaba
ver bien. Cuando estuve bien lejos y me miré en un escaparate me eché a reír y
quise volver corriendo a ver a Pablo. Aquel vestido parecía de diseño; “pero lo
de Pablo parecía una niñería”, pensé, “como lo mío”, me dije acto seguido. Entonces
no supe que hacer. Era probable que Pablo se hubiera marchado, furioso y
desconcertado, o se quedaría esperándome, al fin y al cabo, yo era el amor de
su vida, o eso es lo que pensaba. Caminé muy lentamente en sentido contrario no
fuera que viniera detrás de mí y no me viera con mi vestido monísimo de flores
de diseño de un Pablo que no tenía nada que envidiarle al Pablo Picasso, que
hoy en día todavía me pregunto si el apellido era inventado o significa picazo,
o en todo caso fue inventado por no llamarse picazo y fuera más chic. En fin,
caminé por aquella Avenida esperando encontrar a Pablo, algo que, como
imaginarás, nunca ocurriría…. Pensarás que lo tengo bien merecido, pero, nunca
jamás pensé que eso pasaría.
Comencé
a sentirme apática, supuse que de la pena, de la pena de… bueno, en fin, tú ya
entiendes.
Entonces
comprendí que algo me pasaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no me hacía esa
pregunta? ¿soy una persona apática? Me reí. Sentí un hormigueo en la cabeza y
de pronto veía nublado con mi ojo derecho. Pensé que había caído algo en mi
ojo.
−¿Pablo?
−dije por algún motivo
Luego
sentí que alguien ponía un casco sobre mi cabeza, el casco cubría la mitad
derecha, miré a los lados desconcertada. Estaba lejos de aquel escaparate en el
que miré mi vestido blanco y marrón y lejos de Pablo que había desaparecido de
mi ahora afectada vista hacía ya rato. Y así de repente, cuando decidí que me
iría a casa, así de repente algo pareció estallar dentro de mí. La cabeza
comenzó a dolerme, como si me hubiera comido una salsa picante por el ojo.
Empezó así, como un adormecimiento, y era una salsa picante blanca que nublaba
mi vista. Caminé, caminé deprisa y comencé a tener miedo, entonces sólo
imaginaba mi cama, mi mullida y cómoda cama, pero no aquella en la que ahora
dormía noche tras noche, sino la que me hacía compañía en la niñez. Recordé
entonces cuando jugaba a que tenía una armadura y llevaba un casco. La cabeza
dolió más.
−vamos
Paqui, ¿qué te pasa? −susurré
Me
sentí muy asustada y me invadió un escalofrío. El dolor de cabeza fue
aumentando. Comencé a taparme la cara con mi mano e intenté apoyarla, como si
estuviera helada y a la vez caliente, como si la armadura fuera rígida. Vi un
parquecito cerca, un parquecito que antes tenía nombre, dónde a veces iba a
sentarme en uno de los bancos a observar los patos y los niños patosos, que
cómo yo de niña les tiraban pan a éstos, pero sólo tenía ganas de tirarme sobre
el césped en posición fetal a intentar arrancarme el casco plateado de mi
cabeza.
Cerré
los ojos con fuerza y vi delante de mí unos ojos marrones que me miraban con
sorpresa. Abrí los ojos un poco sorprendida de lo que me ocurría. Cerré los
ojos suavemente y vi colores desfilando frente a mí en forma de ríos diminutos
que se alargaban y daban vueltas como pequeñas serpientes. Ríos, fuego,
armaduras, cascos, serpientes. Las palabras volaban por mi cabeza sin que
lograra atraparlas y veía los ojos marrones en flashazos que me miraban. Creí
que me volvía loca.
Llegué
a casa y lo primero que hice fue tomarme una pastilla, y luego otra, pero otra
más no, porque tampoco estoy loca. Ibuprofeno y paracetamol. Y me agarraba la
cabeza para sujetar mi casco doloroso y lloraba. Me quedé dormida y recuerdo
aquel sueño, caminaba por una calle llena de flores blancas y marrones como las
nuevas manchas de mi nuevo vestido blanco y marrón y una cara de Pablo que se
movía en el cielo de un lado a otro y comencé a reír con mi mascara plateada
que cubría la parte derecha de mi cabeza. También vi los ojos marrones que me
miraban. Al día siguiente fui a trabajar, y al siguiente y al siguiente, y al
siguiente…
Todos
los días me sentaba frente al escritorio sujetando mi casco plateado tomando
ibuprofeno y paracetamol para calmar al monstruo de los ojos marrones que me
miraba y atrapar a las serpientes de colores que a veces se iban, pero no
lograba arrancar mi casco. Me sentaba y suspiraba mientras no tenía noticia
alguna de pablo y mi vestido marrón blanco hedía colgado dentro de una bolsa en
el armario.
Estaba
tan cansada al séptimo día de mi casco plateado que me presenté en urgencias
con mi vestido marrón blanco recién lavado y qué seguía siendo blanco marrón de
diseño. Entonces vi a montones de personas sentadas en la sala de espera, todas
con sus preciosos cascos plateados. ¡No me lo invento! Sólo tú que llevas un
casco plateado puedes ver los cascos plateados de los otros. Tenían la misma
cara que llevaba yo ya de serie desde hacía 7 días.
−tendrás
que aguantar otros siete días −me dijo una mujer como si me hubiera leído el
pensamiento
Me
quedé pensativa y la miré con tal cara que me dijo algo que no recuerdo
exactamente, pero creo que era algo así:
−sí,
si no tomas la pastilla el dolor te dura casi quince días, menos si tienes
suerte, más si no la tienes
Me
quedé boquiabierta y algo asustada. Aquella mujer sabía lo que me pasaba. Me
imaginé el picante blanco que me había comido por el ojo y que había pasado de
ser una figuración a algo nítido en mi mente, pero que aún podía diferenciar de
la realidad. Todo era confuso.
Todos
en la sala parecíamos zombis, todos los que esperábamos.
Se
abrió la puerta. Era aquello una escena parecida a una película extraña, quizás
de abducciones extraterrestres.
−todos
llevan cascos plateados −dijo una enfermera con ojos marrones en voz alta
Entonces
rompí el silencio.
−¿qué
pasa aquí? −le dije a la mujer de al lado
−has
venido al lugar indicado −dijo un hombre que se parecía a Pablo, pero que no
era Pablo y yo miré mi vestido marrón blanco sin querer
−quizá
te puedan ayudar −dijo una vocecilla de una chica joven con un casco plateado
no muy pesado
−¿de
qué color tiene los ojos tu migraña? −me preguntó la primera mujer que me habló
−marrones
−contesté sin dudar
−como
la mía −dijo
Mi
casco era muy pesado. La enfermera salió nuevamente de una de las puertas de la
sala, ya no de la misma, lo que me confundía. Yo entrecerraba los ojos
esperando ver mejor así, y me sujetaba el casco que bordeaba ya toda la parte
derecha de mi cabeza y parte de la izquierda.
−pasarás
con el Doctor Neruda −dijo la enfermera dirigiéndose a mí
No
sabía si estaba soñando.
Se
abre la puerta. Otro que se parece Pablo. “Con qué no sea poeta y se llame
Pablo”, pensé y me reí mientras sujetaba mi pesado casco.
−El
doctor Neruda es uno de los mejores neurólogos, no se preocupe −dijo la
enfermera de ojos marrones y pelo negro como si hubiera leído mi pensamiento
−disculpe que no sea rubio
“Pero
¿qué dice?” me pregunté, quedando estupefacta.
−lo que ocurre es que, cómo verá… esto es así, los doctores rubios
están muy ocupados −dijo
A mi lado se escuchó una voz que decía: “Es qué es así”. Y otra
finalizó. “Los y las pacientes con migraña prefieren a sus neurólogos o
neurólogas rubios o rubias”.
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