En ocasiones tras una larga ausencia comprendes que necesitas
de algo o de alguien. A mí me pasa con el invierno. La primavera y el otoño son
las estaciones más hermosas, que según yo, deberían ser eternas. Pero en verano con el calor angustiante donde parece
que el sol intenta abrazarte con todas sus fuerzas, echas de menos el invierno tanto
como a un ser querido. Ay, el invierno, dices, y te viene un suspiro recordándole.
Ese invierno de colores grises, de hojas secas y crujientes desperdigadas por
las calles. Invierno, con torres de nubes gigantes y tonos azules. El invierno
es la estación donde el calor toma sus vacaciones, se ausenta y solo aparece
cuando tomas baños de sol si tienes la suerte de pillar un día sin nubes. El
invierno es como un viejo enamorado, lleno de romanticismo, en el que has de ir
abrigado y caminando con cuidado por las calles húmedas, a veces empapadas por
el rocío o la lluvia indecente que cae a cualquier hora. Vamos a soñar con el
invierno para refrescar estos más de cuarenta grados. Tanto echo de menos la
primavera ¡que ya añoro al invierno!
¡Ay, agosto, que
angustia! Siempre pensé que el dichoso nombre de agosto se debía a lo
angustiante que este mes llega a ser, o quizá lo de angustia viene de agosto,
porque, aunque no idénticas ni derivadas, son palabras tan parecidas… Que calor
más rufián. Cada año viene el calor y con él las quejas, aunque le acompañen
días de playa (con aguas que en agosto parecen torrentes salados que un
bromista meó en el mar.) Yo nací en un invierno moribundo y aunque los fríos
del otro lado del charco no son tan intensos, que insoportable se hace el
verano en agosto donde todas las ropas son inoportunas y quieres despojarte incluso
de los collares o sortijas; el pelo debería desaparecer y hasta la prenda más
mínima sobre nuestro cuerpo se torna molesta. Ay invierno, clamo, que se vaya
agosto, o que por lo menos nos de tregua. Hay cosas tan positivas del verano,
pero, como diría un religioso: ¡tanto calor ya es pecado!
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