Margarita estaba sentada frente a la estación. La mañana era
fresca y el olor intenso del bosque lo impregnaba todo. A lo lejos podíamos ver
las montañas que parecían mirarte desde lo alto con ojos verdes y oscuros. Se
escuchó una voz proveniente de uno de los vagones abandonados, pero no había
nadie, quizá era chillido de una rata mal herida, pensó.
Margarita sabía que no vendría ningún tren a la vieja
estación abandonada, sin embargo seguía yendo cada mañana como si esa fuera su
única ocupación. Dicen que el amor muere, pero también que somos animales de
costumbres. La muerte le llegaría algún día, sin embargo ella seguiría
acudiendo a su cita. Margarita tenía ojeras de no dormir y en el pelo rizado llevaba
acomodada una peineta como antaño. Hacía apenas unos años cuando en la vieja
estación abandonada los trenes llegaban y se iban uno detrás de otro, pero
aquellos tiempos habían muerto y con ellos la esperanza de que Víctor llegase
en algún tren como había prometido.
La loca del pueblo, así llamaban a Margarita, a aquella mujer de pelo negro que vestía una faldita corta de flores. Sentada con las piernas entrecruzadas veía cada día como la espera se llevaba su juventud. En la mirada se leían sus temores y la añoranza de tiempos mejores.
La loca del pueblo, así llamaban a Margarita, a aquella mujer de pelo negro que vestía una faldita corta de flores. Sentada con las piernas entrecruzadas veía cada día como la espera se llevaba su juventud. En la mirada se leían sus temores y la añoranza de tiempos mejores.
Le pareció escuchar el traqueteo del tren que se acercaba,
luego vio como estaba cerca y una silueta se asomaba por la ventanilla. Era una
ilusión. Ningún tren se acercaba y tampoco llegaba Víctor. Hojeaba el viejo periódico y recordaba aquella
fecha, la fecha en qué él se fue, la que nunca volverá. Los besos se le habían
derramado por los labios y el cuerpo demasiado rápido y así también se fueron
para no volver.
Margarita sintió el fuego ardiente de un puñal que le
atravesaba la espalda. La muerte tenía el color pálido de la lavanda y
salpicaduras de color de guinda. Allí frente a la estación fue testigo, entre
estertores, de la llegada de los trenes que en estos años habían dejado de arribar.
Víctor tenía arrugas en el rostro y una
llaga en el corazón igual que la suya propia. Escuchó la llegada de la muerte
mientras a sus pies corría un charco de tinta roja que tras el paso de las
horas parecía un manto púrpura sanguinolento con olor a hierro y otros metales.
De la boca le brotaban las últimas gotas del corazón que dejaba de latir y pronunciaron
por última vez sus labios, el nombre de quien tanto odió amándole, la palabra
Víctor.
¡Qué bien escribes, Yaneth! Con tu permiso pondré un enlace en mi blog de literatura: Leyendo el alma. http://leyendo-el-alma.blogspot.com.es/
ResponderEliminarGracias Juan!
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