El paso del tiempo es inexorable. La luz se filtraba por las ventanas y hacía relucir el blanco vestido de Marlene y las cortinas de organza que parecían ajenas al paso del tiempo. La joven, con la mirada perdida en la nada, se hallaba al lado de la cama, respirando el aire que entraba por la ventana y frente al caballo de madera que había pertenecido a su hermana, en aquella casa donde había crecido.
El caballo blanco en el que había puesto su ramo de novia, tras huir de la entrada de la iglesia, se movió. Aquello era una señal, pensó, debía regresar. 5 minutos la separaban del amor de su vida. Aquella habitación ajada por los años, donde había muerto su madre años después de la pequeña Isabela, le trajo los recuerdos más felices y dolorosos de su vida.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y arruinarían su maquillaje, pensó, no quería que la viera así Pablo. Sintió que sus pulmones se hacían pequeños y su estómago se contrajo hasta lo más mínimo, como un globo al que un niño mientras juega le roba el aire. Entonces respiró profundo y se agachó mientras recordaba a su hermana mecerse en el caballito... lo tocó y éste dejó de moverse. Creyó ver un polvo amarillento salir de él en forma de volutas. Marlene movió la cabeza para volver a la realidad.
Puso su mano sobre su garganta y trató de levantarse a respirar del aire puro... y quiso agarrarse de una cortina invisible de lino para ponerse en pie. Dio manotazos al aire e intentó tragar oxigeno como si pudiera morderlo, a bocanadas. Lo único que tragó fue polvo. Su cuerpo se desvaneció sobre trozos de ladrillos, astillas y cristales rotos, mirando otra vez a la nada, y luego, con la mirada en blanco, todo era negro.
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