En el cielo
El tiempo pasaba como pasan las horas donde no existe
la civilización, pero solo para mí. Aparqué el Cadillac negro en un extenso
parking donde apenas había nadie. Gasté el tiempo en la búsqueda de tesoros
entre los juguetes y ropa de mis hijos que habían bajado del coche para buscar
el tren que nos llevaría al destino.
Una familia de tres, dos niños pelirrojos y una mujer
con pelo rizado y arreglado hacia arriba, vestida de forma pomposa y de colores
cian y blanco. Abrió la puerta de mi coche y empezó a coger las cosas de mis
hijos, alegando que nos había visto hacía unos días en el parque acuático al
que habíamos llegado en avión. Uno de esos nuevos aviones eléctricos. Es
imposible que los recuerdos de la primera infancia de mis hijos le
pertenecieran, le dije. —¡Esos juguetes no se pueden mojar! —Grité.
La mujer seguía hablando sin parar y los niños seguían
buscando en nuestras pertenencias. Escuchaba a lo lejos el murmullo de los
trenes alejarse y sentí que el tiempo estaba pasando apresuradamente y solo era
yo, la persona que no se percataba de su paso. Imaginé un reloj de arena
gigantesco del que caía arena ligera, limpia y albina. Miraba hacia los trenes.
No sé cómo fue, pero la familia salió del coche y
cerré la puerta con llave.
Sentí desconfianza hacia todas y todo tipo de
personas. Cerré los ojos a la vez que mis puños.
Llamé a mis hijos, les conté lo que pasaba, pero el
pequeño, corrió por en medio de los coches y se alejó, pronto lo vi cerca de
los árboles, buscaba aventuras y soñaba con ser quizá un superhéroe que volaba
entre las nubes.
Miré hacia los trenes. No sabía distinguir cuál era el
mío. Pero sentí que se había marchado.
Es como un golpe que te da el destino y no lo ves,
pero lo sientes.
Imaginé el reloj de arena, vacío. Nos dirigíamos todos
al mismo lugar, un parque de atracciones acuático con montañas rusas y cosas
vintage.
Muchos coches empezaron a llegar uno tras otro. Uno,
se puso cerca del mío o era yo quien había aparcado cerca suyo, ya no sé con
exactitud, pero alegó que no podría salir de allí, me disculpé y quise moverme,
pero no podía, los coches habían ocupado el costado. Hice una maniobra, pero
entonces me di cuenta de que teníamos espacio suficiente para entrar y salir de
nuestros coches, sin hacerles un solo rasguño.
Iba a salir de coche y miré hacia la estación. Ya no
había trenes.
Me entró angustia. Buscaba a mis hijos entre la gente
y no los veía. Supe entonces que se habían ido con uno de esos trenes a aquel
lugar tan lejano para subir a una montaña rusa y ver las cosas vintage que en
aquellos tiempos, por fortuna o por desgracia, ya no existían.
Eran tiempos extraños.
Vi muchas cosas en el suelo, al lado de un coche y
entre ellas una especie de estuche de cuero. Supuse que era importante y bajé
del coche una vez más. Cerré la puerta automáticamente con la llave a
distancia.
Me acerqué. Cogí las cosas y vi un peluche, me pareció
valioso, pero solo sostuve en mis manos aquel estuche de piel. Intuí que eran
unas llaves. Busqué con la mirada a una de esas familias que también viajarían
en el tren, pero no hizo falta, pasaron unos segundos y aparecieron a mi
espalda con una mirada acusadora. Les expliqué lo que había pasado y les di su
estuche. La mujer lo tomó casi arrebatándolo de mis manos, era una mujer alta,
rubia y robusta.
Me quedé como quien se queda huérfano de palabras, del
agradecimiento que espera recibir, pero no hacía falta.
Escuché mi coche encenderse y vi una joven sentada al
volante. Era la amiga de mi hija. Estaba decidida a mover el coche, a salir de allí.
—¿qué haces? —dije mientras me posaba justo al lado.
Lo único que hizo fue acercar el coche a otro de color azul muy brillante y
asustarme a mí, al conductor y a la gente que aún seguía allí y que había
dejado a alguien para que se fuera al parque de atracciones vintage.
—hemos perdido el tren —dijeron al unísono mis dos
hijos y aquella chica. Yo lo sabía, habíamos perdido el tren.
A mí el tiempo me pasaba como pasa en aquellos lugares
que no existe y cuando todos llevan relojes de precisión, yo sigo contando el
tiempo con aquel viejo reloj de arena imaginario.
Miré hacia la estación. Estaba vacía.
Cogería el Cadillac y nos iríamos al parque de
atracciones al que la gente iba como si aquello de la epidemia hubiera ocurrido
hacía siglos. La conducta de la gente y lo que ya no existía, nos hacía
sentirlo así. Mis hijos habían despegado unos centímetros más del suelo y las
conductas de los hombres ya eran distintas, todo era distinto.
Caminé para preguntar algo a un hombre vestido de
maquinista, pero parecía tener mucha prisa.
Loa coches se fueron yendo uno a uno mientras yo me
alejaba del parking acercándome a la estación, perdiéndome entre los árboles a
los que los niños se detenían a mirar pensando que tocaban el cielo.
De pronto no había nadie. Me jodía mucho tener que
viajar en coche hasta a aquel lugar. Estaba lejos y yo estaba cansada ya.
Las fronteras habían dejado de existir, pero las
distancias eran largas.
—¿Qué está pasando aquí? —me dije. Me sentí perdida en
medio de la nada. El Cadillac no estaba. Intenté abrir la puerta de cuanto
coche permanecía allí. Corría como loca, como si uno de aquellos coches fuera
el Cadillac negro y mi visión se hubiera tornado opaca.
Grité como loca desesperada y no había nadie. Lloré.
Se me nubló la vista y de pronto era como si una tela me tapara los ojos. Me
senté sobre el suelo.
Ya nadie giraba el reloj de arena. Era por ende como
en los días de confinamiento, y yo allí, en medio de la nada, buscando en medio
de la inmensidad de mi mente una solución.
Aquellos tiempos también eran de ilegalidad.
Vi un camión verde oscuro vintage, de aquellos vehículos,
que, como el mío, habían sido recuperados y saneados, con una gran multa sobre
el parabrisas. Y dos hombres sobre él y lo hacían ir a toda prisa. Huyendo de
la multa y quizá de más represalias. Habían desenganchado la parte trasera del
camión para ir más rápido. Pareciera una película del viejo oeste, pero sin
carros ni caballos. Mis lágrimas pararon.
Vi un patinete aparcado, de los más veloces, en medio
de la maleza, allá a lo lejos y corrí. Me subí a él y pronto estaba lejos de
aquel lugar persiguiendo al camión verde que salió de la rotonda a gran
velocidad y salió en la primera calle a la derecha. A la salida podía verse un
camino amplio, pero pronto se convertía en un camino largo, infinito y
estrecho. Vi el camión desaparecer y yo reduje la velocidad. Vi a unos niños
que jugaban con tierra y escombros, luchaban contra la pobreza y contra quienes
gobernaban el mundo. Eran niños de nadie y de todos. Una especie de camicaces
pagados por alguien, o una especie de máquinas en un mundo dónde la tecnología
se había reducido. Pero estaban acechados por la muerte y esparcían escombros
grandes tras ellos, parecía que los protegieran de los coches que no solían
pasar, pero que a veces lo hacían, como aquel camión fugitivo, y yo, con un
triste patinete.
Vi a un niño arrojando tierra sobre una niña con el
pelo corto que le llegaba sobre los hombros. Todos llevaban ropas oscuras.
Me sentí temerosa por sus vidas, pero supe que aquella
era una forma de vida, de sobrevivir. Se me encogió el alma.
Pronto estuve al otro lado de la calle y entré por una
puerta que me llevaba a un lugar laberíntico del que pensé que no podría
escapar nunca.
Por un momento pensé que estaba en casa enemiga.
La luz que reinaba dentro entraba por unas claraboyas
instaladas en la parte superior de la construcción. Era una luz tenue que aun
así, te permitía ver con exactitud los colores y todo lo que allí dentro había.
Aquella era una comunidad muy bien distribuida entre túneles y pasillos que
hacían parecerla una simple casa, y estaba impoluta, de colores lisos y algunos
brillantes. Apareció frente a mí una mujer joven y hermosa que vestía de forma
recatada y elegante unas ropas rojas. No la vi con atención, pero me enamoré de
ella. Tenía el pelo negro, era delgada y menuda, de paso presto.
En una de las estancias había una mujer que yacía
sobre una cama que dijo "sigue hacia adelante". Y yo seguí caminando
con el deseo de besar a aquella chica tan hermosa a la que apenas podía ver su
cara y no sonreía.
Allí, en aquel lugar los olores eran neutros y los
colores pasaban de épocas viejas a nuevas.
Nunca supe lo que era aquello... unas cortinas cubrían
las ventanas. Al llegar a la que supuse era la última habitación vi una puerta
blanca que daba a la calle y que por fuera era de otro color que se camuflaba
con la pared exterior. La entreabrí pensando ver a uno de los niños aquellos
que arriesgaban su vida para despistar al enemigo. Yo estaba ocultándome de
algo, pero no sabía del qué.
En cambio vi a un joven que todavía no entraba a la
edad adulta con la piel oscura y el torso descubierto lleno de polvo. De pronto
temí, pero la joven de rojo cerró la puerta con su perfecta, larga y estilizada
mano, supe que allí no había enemigos.
Iba a tumbar a la chica de rojo sobre la cama, escondida
en aquel lugar.
Cerré la puerta de aquella habitación enorme en la que
habían cuatro camas colocadas perfectamente a su alrededor.
Cerré las cortinas dobles. Toqué a la chica de los
hombros y la empujé hacia la cama, acorralándola allí en aquella cama, también
vestida de rojo, pero un rojo
escarlata. Cerré los ojos y ella, la chica, puso su suave cara sobre mi rostro
y me llevó al otro extremo de la habitación. Me hizo sentarme sobre una cama de
colores malvas. La escuché marcharse y vi tras la puerta entreabierta una cara
familiar que me miraba. Era mi hijo.
Los dos nos miramos sin saber lo que ocurría.
La puerta se cerró.
Bajé la mirada sintiéndome encerrada en medio de una
trampa.
Sentada en la cama se acerca a mí una silueta
conocida. Miré sus pies quemados cicatrizando, cubiertos con un film y una
pomada que supuse que ayudaba a la cicatrización de sus heridas. Estaba
descalza y su cuerpo menudo tenía una constitución mediana. Se veía bien
alimentada. Subí la mirada a su rostro y sonreí. Miré sus ojos. Hacía mucho
tiempo que no miraba sus ojos. Sus ojos estaban tan vivos y su mirada era tan
limpia…
Las arrugas que surcaban su cara estaban atenuadas
gracias a esa "buena vida" que supe que llevaba.
Sonreí y ella sonrió, pero no dijo palabra. Pensaba
que todo era fruto de mi imaginación.
"Ella está muerta", dijo una voz en mi
cabeza y yo no quise decirlo en alto para no ofenderla, o quizá en un intento
de no hacerla sufrir, como si ella no fuera consciente de que lo estaba o que
decirle a un muerto que ya no vivía era una ofensa.
Busqué palabras en mi cabeza para entablar una
conversación con ella y no herirla, aunque luego supe que a quien no quería
herir era a mí. —Abuela, ¿estás bien? —le dije con una voz natural, como cuando
le hablaba cuando yo era niña. —Ella asintió con la cabeza y pensé que los
muertos no podrían hablar. Pensaba que estaría triste.
—¿tú estás en el cielo? —le pregunté, sabiendo que ella
creía en esas cosas y pensando en no ofenderla porque a juzgar por las
quemaduras de sus pies parecía no haberlo pasado muy bien, ella volvió a
asentir y vi tranquilidad en sus ojos. !Eran sus ojos!, aquellos ojos que tanto
me querían y que yo tanto quise. Y vi
una sonrisa en sus labios, aquella media sonrisa de sus apenas diminutos
labios.
—Y ¿él está en el cielo? —Le pregunté, refiriéndome a mi
abuelo, entonces me contestó dudosa, ¿Al cuánto tiempo uno va al cielo? Y yo me
quedé sin palabras y no supe que decirle ante su pregunta llena de inocencia y
esa voz vieja y temblorosa tan conocida. Me quedé callada y lloré de tristeza y
de alegría de haberla visto y de saber que él también estaba bien, pero que los
cielos y los infiernos son infinitos y cada quien tiene el suyo propio, el
elegido por cada cual. Y entonces supe que yo nunca tocaré sus cielos ni sus
infiernos, pero los tocaré en vida, en mi propia vida, para salvar su muerte.
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