Este mes es mi cumpleaños así que he decidido haceros un regalo, he transcrito un cuento de Cristina Peri Rossi y hoy lo comparto con vosotros, es dificil encontrarlos por la red.
Espero que os guste, a mi personalmente me ha encantado!
Este es un cuento para todos los que no tienen moral, es una lección muy buena, y es qué "hay que tener moral", ¿yo la tengo?
¡Que disfrutéis!
Una
lección moral
Espero que os guste, a mi personalmente me ha encantado!
Este es un cuento para todos los que no tienen moral, es una lección muy buena, y es qué "hay que tener moral", ¿yo la tengo?
¡Que disfrutéis!
Una
lección moral
Cristina
Peri Rossi, de: Una pasión prohibida
Un gran
paso adelante, en mi formación moral (autodidacta: mis padres eran ateos, por
lo cual no me enviaron a ninguna iglesia y la miopía me exoneró del Ejército),
consistió en comprender que no debía perdonar a mis enemigos, aunque no
hubieran conseguido destruirme todavía. Aún más: reconocer que tenía enemigos
fue una bella lección moral. Yo actuaba como si no los tuviera, y si bien eso
en parte los desanimaba, se debía fundamentalmente, a mi profunda convicción de
que no existía razón alguna para tenerlos.
Fue un
día plenamente hermoso. A la mañana reconocí, audazmente, que mi aspecto
juvenil (a pesar de los cuarenta años) podía suscitar envidia, en espiritus
ajenos, y que mi falta de presunción podía ser interpretada como la más altiva
soberbia. Era compasivo con los tontos, y en lugar de incitarlos a que dejaran
de serlo, procuraba ocultar mi inteligencia, lo cual, sin duda, me ganaba su
desprecio. No adulaba a nadie, y eso provocaba e rencor de quienes querían
sentirse halagados; me resistía a competir por el beneficio, la fama o el
poder, y con ello, privaba de oportunidades de vencerme a los demás.
Pero
eso no fue todo. A la tarde (una bella tarde primaveral en que el aire olía a
madreselvas), reconocí que lo peor era mi tenaz resistencia a acusar los
golpes. Si alguien intentaba herirme, yo, enseguida, con gran generosidad, le
demostraba que no lo había conseguido, y le tendía una mano amistosa. Esto, sin
duda, provocaba el desconcierto y la incertidumbre de mis enemigos, aunque yo,
en mi confusión moral, pensaba que no los tenía. Cuando alguien, luego de
muchos intentos, lograba causarme alguna clase de perjuicio, yo ocultaba el
daño, ante él y ante mí mismo, de modo que nuestra aparente amistad pudiera
continuar, y el agresor ignorara para siempre el éxito de su acción. Entonces
se veía obligado a repetir su ataque, convencido de la ineficacia del primero.
Debo
confesar que esta manera de actuar confundía notablemente a mis agresores. Una
antigua ley (que yo, en mi escasa formación moral, ignoraba) establece que los
enemigos deben reconocerse entre sí, responder a los golpes y atacarse
mutuamente. Mi sonrisa permanente, en cambio, la delicadeza del trato que les
continuaba brindando, y aun mi confianza, los desconcertaba y provocaba su
rencor. En efecto, si yo me hubiera dignado reconocer la hostilidad de sus
sentimientos, o el daño recibido, ellos habrían tenido la posibilidad de
mostrarse magnánimos, generosos y hasta arrepentidos; posiblemente no me
habrían atacado más, en consideración a mi debilidad y hasta me habrían
ofrecido ayuda. Pero cuando me atacaban, yo lo disimulaba. Ocultaba mis
heridas, restañaba tejidos, en soledad, y el enemigo no encontraba, al día
siguiente, ninguna huella de su acción. Esto lo disgustaba profundamente:
esperaba reciprocidad en el trato, ya fuera en la amistad o en el odio.
Reconocer que la agresión había sido poco efectiva lesionaba su vanidad,
disminuía su autoestima; mi resistencia a defenderme le creaba el sentimiento
de culpa y el hecho de que yo continuara brindándole mi amistad le parecía una
prueba inequívoca de soberbia. A la noche, en un rapto de lucidez, reconocí que
había aceptado la envidia de mis enemigos disfrazada de amor, que besé a los
traidores y alabé la reticencia de los celosos, convirtiéndola en discreción.
Esa noche, antes de acostarme, comprendí algo más: perdonar a nuestros enemigos,
si éstos no desean ser perdonados, es una afrenta. Constituye una violación al
deseo íntimo del ofensor. Al perdonar a mis enemigos, en el mismo momento en
que pretendían agredirme, despojaba de finalidad a sus actos, los
desnaturalizaba doblemente. Por un lado, impedía la consecución de sus
objetivos; por otro, les negaba la posibilidad de un auténtico arrepentimiento,
pues si no habían cometido ninguna falta, como yo les hacía creer, en lugar de
pedirme perdón, debían repetir su agresión. No hay nada peor que ser perdonado
por una falta que no ha sido cometida. Y eso era lo que yo hacía con mis
enemigos.
Luego
de estas reflexiones, que me llevaron el día entero, me sentí reconfortado.
Había conseguido superar la piedad que me inspiraban mis enemigos y mi
tendencia natural al perdón (una deformación ignominiosa de mi carácter): ahora
tenía una moral, igual que mis enemigos.
Comentarios
Publicar un comentario